El miércoles se habló mucho del golpe de estado del 23 de febrero del 1981, del cual aquel día se cumplían treinta años. Me parece que se habló más que con motivo de los veinticinco. Basté, en RAC1, dedicó una mañana monográfica muy bien hecha, pura radio. Otra emisora recuperó la grabación del programa que se emitió aquel día y lo reprodujo entero a tiempo real, empezando las 18.23, que es cuando entraron los guardias civiles en el Congreso. Todo esto, este interés, debe tener algún sentido en la España donde los dos partidos principales se pelean y se insultan hasta límites que nos transportan al momento en que Adolfo Suárez recibía todo tipo de invectivas y cuando muchos quieren reforzar el Estado central y centralista en detrimento de las autonomías, principalmente la catalana.
El mediodía del miércoles, unos cuantos periodistas fuimos convocados a la Fonda Gaig de Barcelona para asistir a la presentación de un estudio con un título un poco difícil de decir, Valores blandos en tiempos duros, que ofrece un minucioso retrato de los catalanes de hoy. Basado en unas encuestas altamente fiables, ha sido impulsado por Esade y la Fundació Lluís Carulla y dirigido por Ángel Castiñeira y aquel sociólogo vasco con cara de Unamuno que se llama Javier Elzo.
¿Como somos los catalanes? Menos religiosos, más individualistas, más interesados por la política y menos por los políticos, más independentistas, más transversalmente catalanistas, menos trabajadores, más hedonistas, más formados... Todo esto, en conjunto, ¿es bueno o es malo, señores Castiñeira y Elzo? Hay elementos positivos, incluso muy positivos y hay negativos. En cualquier caso es lo que hay, es tal como somos. Podemos mirar a algunos países europeos avanzados cara a cara y podemos mirar al resto de España un poco por encima, que siempre nos va bien. Otra pregunta: cuando hablamos de “menos” y “más”, ¿dónde se sitúa la comparación? “En las encuestas semejantes que se hicieron en las décadas de los ochenta y los noventa”. En los ochenta, cuando Tejero entraba en el Congreso.
Los reunidos el miércoles en el Gaig descubrimos que en una mesa del fondo estaba sentado Pep Guardiola con un amigo. El entrenador del Barça había renovado el contrato aquella mañana y lo debía celebrar. Champagne e intimidad. Como que la mesa donde comía el futbolista estaba situada camino de los lavabos, a muchos comensales de otras mesas les vinieron las urgencias y le pasaron y repasaron por delante. Sólo lo miraban de reojo. Nada de hablarle, saludarle y mucho menos echársele encima. La catalana contención. Mientras el Tejero de treinta años antes vociferaba por las radios y Castiñeira y Elzo desentrañaban el ser de los catalanes de ahora, yo observaba a Guardiola desde mi mesa. Alto, barba, cabeza rapada, jersey, camisa de cuadros, aquellos movimientos de serpiente en alerta... Tantas cabelleras y tantos tabardos como habíamos vestido en los ochenta.
Al día siguiente, en el Braval, hablábamos de Guardiola: “El y sus jugadores transmiten a los inmigrantes que procuramos formar e integrar las virtudes del esfuerzo, la disciplina, la educación, el respecto a los demás...”. Valores fuertes en tiempos duros, en el Raval.
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